Han sido necesarios algunos años de trato diario con niños (pertenecientes a grupos) de distintas edades y etapas de desarrollo y bastante estudio de las investigaciones de Piaget, para poco a poco llegar a comprender que la capacidad para poder entender las reglas no se debe a instrucciones o enseñanzas, sino que implica un proceso de desarrollo. Tratar con reglas es algo que no puede aprenderse como la tabla de multiplicar, sino que requiere comprensión, la cual depende básicamente de la manera y de las circunstancias en que un organismo interactúa con su medio ambiente.

Niños que con tres o cuatro años van por primera vez al jardín de infancia ya acarrean distintas condiciones previas. Si hasta entonces habían tenido experiencias suficientes con límites claros en relación con un entorno adecuado a sus necesidades auténticas, han podido elaborar una regla a partir de todas estas experiencias, es decir, una generalización de acontecimientos aislados que en sí ya implica una estructura de comprensión interior. En cambio, si sus experiencias con límites han sido esporádicas, contradictorias o confusas, y no estaban relacionadas con un entorno adecuado, su capacidad de captar las reglas no es fiable, y puede compararse a una red mal tejida. Y al fin de cuentas, depende no sólo de si sus experiencias con límites eran coherentes con el respectivo entorno, sino también de que la forma como se los han puesto haya sido la adecuada para su estado interior. 

Su capacidad de captar las reglas depende no sólo de si sus experiencias con límites eran coherentes con el respectivo entorno, sino también de que la forma como se los han puesto haya sido la adecuada para su estado interior. 


Precisamente durante los tres primeros años de vida, poner límites es lo más crítico. No sólo es importante encontrar los límites adecuados para cada niño en función de su fase de desarrollo, además es primordial qué límites ponemos a nuestras propias costumbres personales o culturales. Por consiguiente, las regularidades en la vivencia de límites crean una red neurológica interior en la que las reglas pueden ser captadas. El organismo infantil necesita unos tres años hasta que llega a producirse una densidad suficiente de experiencias con límites, de forma que sea posible concebir reglas como tales. Pero de ninguna manera esto significa que el proceso de desarrollo haya concluido, sino que ahora seguirá su curso a través de todos los años de desarrollo.

Las primeras experiencias con límites se producen, bien por leyes de la naturaleza inquebrantables -me hago daño cada vez que choco contra la pared-, bien por la firme voluntad del adulto: ”No te permito que pintes la manta con lápiz de labios”. En este caso, es evidente que cuanto más intensa es la actividad espontánea del niño, y cuanto más rico el entorno, más frecuentes y multiformes serán los encuentros con límites en comparación con un niño que pasa mucho tiempo inmóvil en un entorno monocorde o delante de la televisión. Por tanto, la red interna de los niños activos, en la que los límites se han convertido en reglas, presenta necesariamente muchas más “mallas”, lo que le permite captar más situaciones y más variadas.

De límites a reglas

A partir de la diversidad de experiencias con límites, se produce poco a poco lo que podemos denominar “reglas de la casa”. Cuando los niños alcanzan este grado de desarrollo, es posible cuidarles por un tiempo limitado en un grupo mayor dentro de un entorno preparado, por ejemplo, un jardín de infancia. Basta entonces con recordar las reglas de la casa, tales como ”cada uno recoge lo que ha utilizado” para mantener cierto orden sin necesidad de tener que estar continuamente presentes ayudando y recordándolos. Por el contrario, los niños más pequeños o aquellos con un pasado “sin límites”, todavía siguen necesitando adultos que a cada paso, en todas las situaciones, pongan límites como si cada ocasión fuera la primera vez que ponen los límites.

No pocas veces he oído a madres de niños de entre dos años y medio y tres años y medio que se quejaban de que sus retoños ponían a prueba sin cesar el mismo límite y quizás a cada minuto volvían a hacer aquello que justo se le acababa de prohibir. Puede comprenderse muy bien que con el tiempo a las madres se le acaba la paciencia y reaccionan con protestas o amenazas. Pero si supieran que tal vez su hijo se encuentre precisamente en una fase sensible y que justamente está asegurando la red interior que transforma los límites en reglas, quizás le resultaría más sencillo conservar la calma y acompañar pacientemente al pequeño “hilador” siempre con los mismos límites, en lugar de desesperarse, desgastarse con quejas o ceder resignada.

Si supieran que tal vez su hijo se encuentre precisamente en una fase sensible y que justamente está asegurando la red interior que transforma los límites en reglas, quizás le resultaría más sencillo conservar la calma y acompañar pacientemente al pequeño.

Puede que parezca una contradicción el hecho de que a partir de los “límites fijos” no se produzcan en absoluto “reglas fijas”, sino que, cuanto más avance el proceso de desarrollo , más crece la capacidad esencial de percibir reglas y regularidades, de aceptarlas y, a continuación, de bregar con ellas de un modo creativo y flexible. En los niños pequeños vivimos ya la primera tendencia a la creatividad cuando se sienten respetados y amados sin condiciones. Incluso ellos muestran en numerosas circunstancias, como por ejemplo a la hora de lavarse o de bañarse, sus ganas de probar en qué medida pueden jugar con el adulto que le cuida y con sus limitaciones. Y éste es un proceso de aprendizaje importante también para aprender a sentir cuánto espacio necesita un niño para este tipo de experimentación sin perder de vista la limitación de la situación, ya que al fin y al cabo estamos limitados temporalmente.

Este modo de jugar es distinto del comportamiento de los niños que carecen de la experiencia de límites claros y que por ello directamente provocan que por fin alguien ponga un ultimátum a sus disparates. Además, se distingue también de ese permanente “estar en contra” de otros niños que sufren de continuas prohibiciones y de un entorno cronológicamente inadecuado. Que los límites fijos en un entorno adecuado y la necesidad de hacer con ellos numerosos ensayos realmente no son una contradicción, sino que pertenecen a la dinámica de un organismo inteligente que se está desarrollando, se nos hace evidente si tenemos en cuenta la evolución del juego infantil. Al principio, los límites se experimentaban a través de la autoridad del adulto y de la firmeza de las leyes naturales. Pero pronto, los límites y las reglas se  convierten en ingredientes constantes del repertorio de los juegos libres. En lugar de seguir siendo víctimas de límites, el niño que juega llega a ser el creador y comienza a experimentar con ellos.

Al principio, los límites se experimentaban a través de la autoridad del adulto y de la firmeza de las leyes naturales. Pero pronto, los límites y las reglas se  convierten en ingredientes constantes del repertorio de los juegos libres.

Juego y límites

También aquí el proceso avanza por etapas. En la fase preoperatoria, es decir, antes del séptimo u octavo año de vida, observaremos cierta rigidez o terquedad cuando los niños, por ejemplo, al jugar a la familia intentan ponerse de acuerdo entre ellos. Una vez que una regla está acordada entre ellos, es definida largo y tendido ante posibles cambios. Las discusiones surgen con facilidad cuando un niño mayor exige más flexibilidad en el juego. El niño más pequeño se siente seguro si repite siempre, una y otra vez, la misma regla. Si en el juego del escondite no se encuentra a uno de los jugadores siempre en el mismo lugar, un niño pequeño tal vez se desesperará, mientras que uno mayor se aburrirá si no puede ingeniar y descubrir otros escondites.

Además nos hemos dado cuenta de que cuando los niños están todavía en el estadio de las reglas fijas toman, por decirlo así, al pie de la letra cada regla, cada prohibición y cada permiso de los adultos, insisten perfectamente en ellos y los defienden ante todo el mundo. Pero al mismo tiempo, no les importa violar a hurtadillas esas mismas reglas. Es el estadio de la “doble moral” que va mano a mano con una lógica infantil en las que las cosas y los sucesos están de alguna manera relacionados entre sí y en la que parece no haber ninguna necesidad clara de desenmascarar contradicciones o absurdidades.

Cuando los niños están todavía en el estadio de las reglas fijas toman, por decirlo así, al pie de la letra cada regla, cada prohibición y cada permiso de los adultos. Pero así mismo, no les importa violar a hurtadillas esas mismas reglas.

A menudo, esta inflexibilidad o intransigencia nos resulta problemática, puesto que conlleva muchos conflictos y lágrimas y en no pocas ocasiones pone en peligro la paz de casa. Muchas veces nos sentimos tentados de predicar razón a los niños y darles consejos sobre cómo podrían resolver sus querellas de una forma más eficiente “¿por qué no puedes ser tú el bebé durante media hora?”. “Pero tienes que entender que tu amiga no quiera hacer siempre de perro.”, ”te gustaría que otras personas fueran contigo tan tercas cómo tú lo has sido con ellas?”. Probablemente con estas indicaciones creemos estar acelerando el proceso de socialización de los  niños y transmitiéndoles unas nociones importantes. En realidad y en el mejor de los casos, los niños aprenden estas enseñanzas de memoria, las repiten en la próxima oportunidad que se les presente con otros, más débiles, pero en situaciones nuevas conservan la actitud que corresponde a su verdadero estado de desarrollo.

Al principio, las reglas inventadas por los niños de esta etapa son inevitablemente rígidas. Para el niño son como una obra de arte de la que cuelga y que no le gustaría ver alterada por otros. Al mismo tiempo, estas creaciones propias tienen lugar en una fase en la que repeticiones y memorizaciones de nuevos avances son típicas e indispensables para el fortalecimiento. Por tanto, nuestras buenas intenciones para influir en el niño de forma positiva tienen más bien un efecto contrario: el niño debe defender su estructura interior contra nuestra intromisión y, en realidad, de este modo fortalece su egocentrismo, en lugar de abrirse al mundo poco a poco desde su propio punto de partida.

Atenderlos en los conflictos

Pero en estas circunstancias ¿cómo podemos acompañar a los niños con respeto, si la terquedad infantil lleva inevitablemente a conflictos? A algunos adultos les parece mucho más sencillo no entremeterse en las controversias de los niños y dejar que ellos solos las resuelvan. Pero entre entremeterse y dejarlos solos existen otras alternativas de atención respetuosa y afectuosa que al mismo tiempo corroboran el dilema infantil: “tú quieres ser bebé y que Mónica haga de abuelita”. Y después al otro niño:” Tú también quieres hacer de bebé y no tienes ningunas ganas de ser siempre la abuela”. Nos quedamos con los niños, y si es posible les damos contacto físico, señales de que nos interesamos por su desagradable situación, pero sin darles propuestas de solución, aun cuando se prologuen las acusaciones y las verbalizaciones ilógicas de los niños.

Esta forma de actuar ofrece a los niños la seguridad necesaria a partir de la cual pueden poco a poco  abandonar antiguos puntos de vista y cambiarlos; ofrece la oportunidad de aprender a confiar en el programa de desarrollo interior humano, pues la enorme necesidad de los niños de jugar juntos con otros les permite encontrar soluciones propias y olvidar su pelea. En este caso, sólo los niños con un déficit de amor son una excepción, pues han encontrado en las peleas una estrategia para obtener atención. Tras muchos y pequeños avances y aparentes retrocesos, cuando los niños pasan a la fase operativa, vemos claros cambios en su forma de bregar con las reglas. En primaria, a los niños les siguen encantando los juegos representativos, pero ahora sienten la necesidad de cambiar los roles con más frecuencia para realmente disfrutar del juego. Además, ésta es la etapa en la que descubren muchos juegos nuevos con sus correspondientes reglas igualmente modificables.

Nos quedamos con los niños, y si es posible les damos contacto físico, señales de que nos interesamos por su desagradable situación, pero sin darles propuestas de solución, aun cuando se prologuen las acusaciones y las verbalizaciones ilógicas de los niños.

Por ejemplo, en el juego de las canicas se inventan consignas y palabras clave que alteran las reglas de forma fulminante. Cuando nosotros, los adultos, les vemos jugar, muchas veces tenemos problemas para captar estas variantes, porque se producen con mucha velocidad. Hace poco intenté seguir las reglas del juego y los sucesos que iban cambiando vertiginosamente en un juego de policías y ladrones que se desarrolló en nuestra torre de escalar de seis metros de altura y alrededor de ella. Unos treinta niños de entre siete y doce años nombraron entre ellos a tres o cuatro cazadores que cambiaban de repente cuando se pronunciaba una palabra acordada. Cada vez se iban sumando nuevos niños al juego y otros lo abandonaban sin que nadie protestara. Los movimientos de los niños eran enormemente complejos cuando trepaban por un puente colgante, por escaleras, por escaleras de soga, por una barra de bomberos, por lianas y por neumáticos colocados unos sobre otros. La distancia desde la torre desde la cual los niños podían correr estaba acordelada. La velocidad de los acontecimientos, el ir y venir, el subir y bajar y el cambio de cazadores y cazados iba más allá de mi capacidad de abarcarlo todo con la vista. Pero era evidente que los niños se orientaban con la rapidez de un rayo. Me quedé con el gusto de imaginarme las conexiones neurológicas que debían producirse en su organismo en aquella actividad espontanea enormemente enmarañada.

Tratos entre niños

En esta misma edad en que los niños organizan y varían de esta manera sus propios juegos libres, descubren también la satisfacción que les dan todo tipo de juegos estructurados con reglas establecidas. Ahora se interesan por las instrucciones, las leen con atención o piden a otros que se las expliquen. Pero entre ellos a menudo se ponen de acuerdo en modificar estas reglas a su antojo. Para ello hay dos factores que les importan especialmente: que se encuentren estrategias adecuadas  para llegar a acuerdos, y que estos tratos se cumplan hasta que sean substituidos por los mismos jugadores.

Hay dos factores que les importan especialmente: que se encuentren estrategias adecuadas para llegar a acuerdos, y que estos tratos se cumplan hasta que sean substituidos por los mismos jugadores

En esta fase advertimos notables diferencias incluso entre niños de la misma edad. En aquellos niños que han tenido experiencias con límites adecuados  y firmes y que a partir de ellos han podido deducir reglas fiables y coherentes con cada situación, esta nueva fase de hacer acuerdos y compromisos mutuos muestra características de respeto mutuo y de alegría por tener la creatividad de aunar regularidades fijas con libertad. En los niños que carecían de las bases para entrar en este proceso hemos notado distintas formas de comportamiento: insisten en las reglas acordadas en un principio, intentan conseguir ventajas haciendo trampas o son incapaces de establecer una relación entre su propio hacer y los procesos del juego. Durante un juego de mesa, una niña de nueve años que tenía dificultades en todos los aspectos con las reglas de la casa más elementales, explicaba con mucha convicción durante un juego de mesa:”¡No he movido la pieza. Se ha movido ella sola!” 

Fragmento extraído del libro Libertad y límites. Amor y respeto (Rebeca Wild) /Herder/ ISBN: 978-84-254-2485-4.

Publicado con permiso de la editorial para su edición exclusivamente en español.

Libertad y límites. Amor y respeto es ya un clásico en el mundo de la educación viva. A partir de distintos referentes teóricos como Piaget, y a partir de la experiencia y la observación en el centro Pestalozzi en Ecuador, que impulsaron la misma Rebeca y su marido Mauricio Wild, la autora muestra las diversas necesidades y posibilidades de conocer los límites y las normas que tienen los niños y niñas en cada etapa madurativa. Además, propone formas de actuar coherentes con esos criterios.