Os proponemos el primer capítulo del libro “Escuela de fantasía”, de Gianni Rodari. Aunque los textos que recoge el libro fueron escritos durante los años setenta, su apuesta insobornable por una enseñanza más plena y creativa sigue siendo del todo moderna.
Lo que aprenden los niños en el colegio es una centésima parte de lo que aprenden de sus padres, de sus familias, de sus amigos, de la sociedad en la que crecen, de la calle, de la televisión, de los juegos, de los objetos, de todo y de todos. Aprenden absorbiendo palabras y conceptos, imágenes y valores, y no de forma pasiva, sino que los filtran a través de su personalidad, e incorporan todo lo nuevo a esquemas existentes que, de repente, cambian.
Se trata de un proceso ajetreado, intenso y continuo, que en el fondo tampoco conocemos bien en un sentido concreto, sino solo (a nuestra vez) mediante esquemas que no estamos ni mucho menos dispuestos a renovar. Confiamos demasiado en la memoria, que nos engaña en todos los aspectos, porque enfrenta a los niños de hoy, que crecen en el mundo de hoy, con los niños que fuimos en un mundo infinitamente distinto. Nos fiamos de los expertos en psicología infantil, y no siempre deberíamos, pues pocos de ellos trabajan con niños y muchos no hacen más que replicarse los unos a los otros en una transmisión permanente de conocimientos teóricos.
El niño, cualquier niño, es un hecho nuevo y, con él, el mundo empieza de cero.

El niño, cualquier niño, es un hecho nuevo y, con él, el mundo empieza de cero. Eso es lo más importante que los manuales de educación en familia deberían enseñar a los padres, y que los maestros deberían aprender en los tratados de pedagogía y de didáctica.
Solo entendiendo al niño como algo nuevo se justifican todos los discursos sobre sus derechos, sobre su educación a medida, sobre el niño como productor y creador en vez de consumidor (de saber, de cultura, de valores). En caso contrario, estos discursos son un engaño. Los derechos del niño, dejando a un lado los primarios y elementales (el derecho a un hogar, a la infancia, al juego, a la educación), no pueden fijarse para siempre; hay que aceptar que los propios niños son quienes afirman, precisan, concretan y actualizan sus derechos. La educación a medida no puede describirse como un modelo que hay que alcanzar y luego ir repitiendo para siempre; solo puede nacer como una educación cuyo modelo se renueve continuamente, interpretando una y otra vez las exigencias, las sugerencias directas o indirectas, la cultura espontánea, las necesidades de esos niños en concreto, de ese niño en concreto, de ese año, de ese día. Se trata de un esfuerzo tremendo, cierto, pero también del único necesario. Padres y maestros solo son útiles si están dispuestos a renovarse de manera constante, a adaptarse al crecimiento del niño, a poner en tela de juicio su propio bagaje cultural y técnico, su propia idea del mundo. Lo concreto en la educación es el niño, no el proyecto educativo, ni el programa escolar, ni la técnica didáctica en sí.
Las ideas anteriores son obviedades pero las olvidamos a cada paso porque nos va bien, porque en la práctica cuesta aceptar que toda la educación parta de la reeducación continua del adulto.
Puede parecer que no existen referentes fijos. Que estamos ante una escalera que solo sube, sin posibilidad de bajar ni descansillos donde tomar aliento. Pero, sinceramente, eso es la vida: un trabajo del que no podemos jubilarnos más que con la muerte.
Apostar por el niño es otra cosa; exige atención, entrega, el empeño constante de ser, para él, las cien cosas que necesita: el compañero de crecimiento, de juegos y de descubrimientos
Todo esto podría confundirse con una defensa de la espontaneidad más absoluta, pero en realidad es todo lo contrario. Quienes apuestan por la espontaneidad no se preocupan por los niños; les basta con dejarlos a su aire, vayan adonde vayan. Apostar por el niño es otra cosa; exige atención, entrega, el empeño constante de ser, para él, las cien cosas que necesita: el compañero de crecimiento, de juegos y de descubrimientos; el animador, el experto, el poder cuando lo necesita; el adulto que lo estimula y que le revela nuevos horizontes y direcciones hacia las que avanzar. Nosotros somos los peldaños de la escalera por la que sube el niño. En eso no hay nada místico. En realidad, lo somos incluso sin saberlo, aunque entonces somos unos peldaños sueltos, tambaleantes y peligrosos.
Debemos establecer reglas para nuestro comportamiento, no para el de los niños, pues ellos saben inventarse las suyas propias, las que necesitan de verdad, y respetarlas.
Un programa educativo no debería ser una lista de las cosas que pretendemos obtener de los niños, sino de las que tenemos que hacer nosotros para resultarles útiles. Debemos establecer reglas para nuestro comportamiento, no para el de los niños, pues ellos saben inventarse las suyas propias, las que necesitan de verdad, y respetarlas. Basta con verlos jugar, es decir, cuando se mueven en los límites de reglas elegidas y aceptadas con libertad, y aceptadas no para tenernos contentos a nosotros, sino para estarlo ellos. Los niños no deberían hacer nada por obligación o para complacernos, ni tampoco porque nos quieran o nos tengan miedo.
En realidad, como los personajes de las fábulas, crecen entre una montaña de órdenes y restricciones, de «haz eso» y «no hagas lo otro». Van al colegio porque están obligados, así que habría que transformar la escuela en un lugar al que les apetezca ir, a la espera de que el futuro nos proporcione otras vías de instrucción pública. Parece una tontería, pero tal vez no haya una forma más honesta de decirlo. La idea de que la escuela debe servir para enseñar a los niños lo que es el esfuerzo es la excusa de quien quiere evitar todo cambio. En realidad, los niños son perfectamente capaces de esforzarse y de trabajar duro para conseguir algo; solo hay que verlos jugar a la pelota hasta caer rendidos, sudados y felices; u observarlos vivir y trabajar en un campamento; o mirar cómo imaginan una construcción y la levantan. Si el proyecto es suyo, si nace de ellos, con ellos, el esfuerzo no los amedrenta e incluso se presentan voluntarios para trabajar.
En la educación en casa o en el colegio no hay que mirar hacia atrás ni hacia delante. Hay que educar en contacto directo con los niños y con su voluntad de crecer.
*Primer capítulo del libro “Escuela de fantasía”, de Gianni Rodari, publicado por Blackie Books.